El costo de la inercia
Por Levy Barragán
Tomar decisiones implica riesgos que se traducen en costos. Porque somos un recurso finito, ante las diversas oportunidades que se nos presentan cotidianamente, siempre estamos ponderando, consciente o inconscientemente entre esto y aquello, entre aquello y lo otro. Lo que los economistas llaman costo de oportunidad, que se reduce a una evaluación, en muchos casos, mecánica o instintiva del costo beneficio que representa hacer algo o dejar de hacerlo, invertir en A y dejar de invertir en B, ¿qué? Tiempo, dinero, esfuerzo, emociones, ideas, proyectos, trabajo, expectativas, etc.
Este sistema de toma decisiones se vuelve menos complejo en tanto se tiene una idea más o menos clara de a dónde se quiere llegar y de una estructura asertiva entre el pensar, sentir, decir y hacer.
Una de las peores cosas que pueden suceder es dejar que la inercia tome las decisiones, es decir, por no saber qué se quiere o a dónde se va, dejar que las cosas ocurran y que el destino actúe, como se dice popularmente: ´nadar de muertito’ o el típico ‘ahí la vamos llevando’.
No tener claro que queremos es no tener proyecto, y andar por la vida sin proyecto, improvisándolo todo, tiene un costo; no hacer planes tiene un costo, dejarse llevar por cualquier vendaval, también. En ese sentido, no saber qué se quiere ni a donde se va tiene principalmente uno de los costos más caros: el tiempo.
Para ilustrar lo anterior me gusta el pasaje del cuento Alicia en el país de las maravillas, escrito por Lewis Carroll en 1865, donde Alicia le pregunta al gato: ¿Podrías, por favor, decirme qué camino debo seguir? El gato responde: eso depende de hacia dónde quieres ir. Alicia le dice que no importa hacia dónde y el gato la interrumpe diciéndole: entonces no importa qué camino tomes. Alicia continúa la idea que no terminó: "... mientras vaya hacia algún lado", y el gato responde: "¡Ah! Seguro lo lograrás mientras camines por suficiente tiempo".
Ir hacia algún lado, no es lo mismo que ir a donde se quiere llegar. La palabra querer implica poder. Es una palabra fuerte, que denota carácter, firmeza, seguridad, confianza.
Qué quiero y qué puedo, implica elaborar un juicio equilibrado entre el deseo y el recurso, ya sea éste de naturaleza material o intangible, por ejemplo de orden moral.
Hay un factor que cabe tomar en cuenta que es la intención. Muchos de nuestros actos son producto de decisiones equivocadas, de juicios mal calculados donde no operó una intención negativa, como es dañar a alguien. Muy distinto a otras impulsadas por una intención oscura, que se ejercen de manera sistemática y como parte de una estructura de la personalidad.
En lo macro, observamos decisiones que se están tomando para dar rumbo al país hacia un determinado destino. Opiniones a favor, opiniones en contra, lo cierto es que por lo pronto hay personas que nos representan tomando decisiones que para bien o para mal han de tener un efecto y/o un costo. Hay un riesgo, sí: por lo pronto la posible asimetría entre los beneficios y las expectativas. Sin embargo, dejar al país en la inercia también genera un costo, un imponderable que expresa la molestia del vacío, de la indiferencia y peor aún, de la indolencia.
En lo micro, estamos todos y cada uno de nosotros, tomando decisiones a diario, o dejando de tomarlas, ‘nadando de muertito’ o ‘tomando al toro por los cuernos’, definiendo nuestro andar y calibrando nuestros pasos. Con la ventaja de contar con una vasta información que, aprovechada de manera crítica, nos puede dar alguna luz sobre la ruta a seguir. No se trata de cantidad, sino de saber ¿para qué?
Leer mucho y estar muy informado no garantiza tomar buenas decisiones. Además hay que tener criterio, inteligencia y sensibilidad para saber: qué libros leer, en qué programas de televisión vale la pena invertir un par de horas, de qué amigos rodearse, a qué actividades invertir trabajo y esfuerzo, pero sobre todo para saber: quiénes somos, qué queremos y a dónde vamos.
Articulo publicado originalmente en Viajeras de Ítaca del Diario de Querétaro
Por Levy Barragán
Tomar decisiones implica riesgos que se traducen en costos. Porque somos un recurso finito, ante las diversas oportunidades que se nos presentan cotidianamente, siempre estamos ponderando, consciente o inconscientemente entre esto y aquello, entre aquello y lo otro. Lo que los economistas llaman costo de oportunidad, que se reduce a una evaluación, en muchos casos, mecánica o instintiva del costo beneficio que representa hacer algo o dejar de hacerlo, invertir en A y dejar de invertir en B, ¿qué? Tiempo, dinero, esfuerzo, emociones, ideas, proyectos, trabajo, expectativas, etc.
Este sistema de toma decisiones se vuelve menos complejo en tanto se tiene una idea más o menos clara de a dónde se quiere llegar y de una estructura asertiva entre el pensar, sentir, decir y hacer.
Una de las peores cosas que pueden suceder es dejar que la inercia tome las decisiones, es decir, por no saber qué se quiere o a dónde se va, dejar que las cosas ocurran y que el destino actúe, como se dice popularmente: ´nadar de muertito’ o el típico ‘ahí la vamos llevando’.
No tener claro que queremos es no tener proyecto, y andar por la vida sin proyecto, improvisándolo todo, tiene un costo; no hacer planes tiene un costo, dejarse llevar por cualquier vendaval, también. En ese sentido, no saber qué se quiere ni a donde se va tiene principalmente uno de los costos más caros: el tiempo.
Para ilustrar lo anterior me gusta el pasaje del cuento Alicia en el país de las maravillas, escrito por Lewis Carroll en 1865, donde Alicia le pregunta al gato: ¿Podrías, por favor, decirme qué camino debo seguir? El gato responde: eso depende de hacia dónde quieres ir. Alicia le dice que no importa hacia dónde y el gato la interrumpe diciéndole: entonces no importa qué camino tomes. Alicia continúa la idea que no terminó: "... mientras vaya hacia algún lado", y el gato responde: "¡Ah! Seguro lo lograrás mientras camines por suficiente tiempo".
Ir hacia algún lado, no es lo mismo que ir a donde se quiere llegar. La palabra querer implica poder. Es una palabra fuerte, que denota carácter, firmeza, seguridad, confianza.
Qué quiero y qué puedo, implica elaborar un juicio equilibrado entre el deseo y el recurso, ya sea éste de naturaleza material o intangible, por ejemplo de orden moral.
Hay un factor que cabe tomar en cuenta que es la intención. Muchos de nuestros actos son producto de decisiones equivocadas, de juicios mal calculados donde no operó una intención negativa, como es dañar a alguien. Muy distinto a otras impulsadas por una intención oscura, que se ejercen de manera sistemática y como parte de una estructura de la personalidad.
En lo macro, observamos decisiones que se están tomando para dar rumbo al país hacia un determinado destino. Opiniones a favor, opiniones en contra, lo cierto es que por lo pronto hay personas que nos representan tomando decisiones que para bien o para mal han de tener un efecto y/o un costo. Hay un riesgo, sí: por lo pronto la posible asimetría entre los beneficios y las expectativas. Sin embargo, dejar al país en la inercia también genera un costo, un imponderable que expresa la molestia del vacío, de la indiferencia y peor aún, de la indolencia.
En lo micro, estamos todos y cada uno de nosotros, tomando decisiones a diario, o dejando de tomarlas, ‘nadando de muertito’ o ‘tomando al toro por los cuernos’, definiendo nuestro andar y calibrando nuestros pasos. Con la ventaja de contar con una vasta información que, aprovechada de manera crítica, nos puede dar alguna luz sobre la ruta a seguir. No se trata de cantidad, sino de saber ¿para qué?
Leer mucho y estar muy informado no garantiza tomar buenas decisiones. Además hay que tener criterio, inteligencia y sensibilidad para saber: qué libros leer, en qué programas de televisión vale la pena invertir un par de horas, de qué amigos rodearse, a qué actividades invertir trabajo y esfuerzo, pero sobre todo para saber: quiénes somos, qué queremos y a dónde vamos.
Articulo publicado originalmente en Viajeras de Ítaca del Diario de Querétaro